Por Tomás Melendo
I. Introducción
En bastantes ocasiones, al hablar de los Estudios Universitarios sobre la Familia, que coordino en la Universidad de Málaga, me preguntan a quiénes se destinan o quiénes pueden aprovecharlos.
Una primera respuesta se encuentra en la publicidad de esos Estudios. Leemos allí que se dirigen a quienes han comprendido:
La importancia de las relaciones familiares y de la integración armónica de trabajo y familia para la propia felicidad (padres y madres de familia, principalmente).
El origen «familiar» de muchos fracasos escolares (directivos de centros de enseñanza, docentes, tutores).
La mejora de la familia como remedio eficaz para buena parte de los desórdenes sociales, cívicos y urbanos (orientadores familiares, responsables de la seguridad ciudadana, abogados, trabajadores sociales, asesores políticos).
La salud como función del entorno familiar y no como simple problema del individuo aislado (pediatras, médicos de familia, puericultores, psicólogos y psiquiatras).
El bienestar y equilibrio familiares como factor determinante de la rentabilidad en el trabajo (empresarios, directores de recursos humanos).
La oportunidad de ensanchar el panorama profesional, incluyendo en él las tareas de prevención y ayuda a las familias (terapia y mediación familiar).
Ahora querría mostrar, también brevemente y retomando ideas apuntadas en otras ocasiones, cómo se concreta todo ello en el primero de los extremos enunciados: «la integración armónica de trabajo y familia».
II. Pinceladas de una historia reciente
a) Empresa y persona
Durante los años setenta del pasado siglo, ante el inesperado boom económico de los japoneses, se renovó casi de raíz el planteamiento de muchos empresarios occidentales, empezando por los de Estados Unidos y seguidos muy de cerca por los europeos.
Algunos hablaron de una reintroducción de la ética y de los valores en la esfera de la economía y los negocios; junto con otros muchos, elaboraron códigos deontológicos, «filosofías» de empresa y «políticas» corporativas Latía en todo esto, tal vez junto a otros motivos menos claros, una convicción de fondo: «tratar bien a las personas es rentable».
Con el correr del tiempo, demasiados directivos fijaron exclusivamente su atención en la última palabra citada: la rentabilidad. Se produjo entonces lo que en su momento me atreví a calificar como una «prostitución de la ética» en este concreto ámbito, el laboral. De cara a la galería se trataba bien a los empleados y a cuantos se relacionaban con la empresa, pero en realidad no se quería su bien. Lo único que importaba era la cuenta de resultados. Y la aparente atención a las personas se instrumentalizó, hasta convertirse en mera estrategia para incrementar los ingresos.
¡Lástima! porque sin querer el bien (intervención de la voluntad) el amor «es imposible», y sin amor «es imposible» el crecimiento y la maduración de la persona.
Felizmente, otros muchos empresarios los mejores, caminaron en la dirección opuesta y llegaron hasta el fondo de la cuestión. Si Tuleja había escrito que «servir al público es bueno no solo por constituir "lo correcto", sino también porque reporta beneficios», ellos ahondaron y dieron la vuelta a ese lema, insistiendo con gran honradez en que (además de reportar beneficios y por encima de ello) se trataba de «lo correcto», lo que promovía el bien de los demás.
De una manera u otra, adquirieron el convencimiento de que el fin de la empresa, un objetivo de mucha mayor envergadura que la simple acumulación de ventajas monetarias, consiste en promover la mejora humana de cuantos con ella se relacionan y de la sociedad en su conjunto, mediante la gestión económica de los bienes y servicios que genera y distribuye, y de los que naturalmente se siguen unas ganancias con las que logra también subsistir y crecer como empresa (1).
b) Empresa y familia
Desde entonces, y sigo hablando de los mejores, semejante actitud se ha intensificado, adquiriendo al mismo tiempo un matiz peculiar, que es el que en este momento querría poner de relieve: lo importante continúa siendo la persona, pero ahora gracias también a que el conocimiento cabal y efectivo de la familia ha aumentado exponencialmente en los últimos lustros en cuanto ser familiar, en cuanto parte de un hogar.
Desde el punto de vista teorético, y como ya anuncié, ha contribuido a ello la persuasión, cada vez más fundada, de que familia y persona se encuentran indisolublemente unidos. Y esto, no sólo en el sentido de que propiamente la familia solo se da entre personas; sino en el otro, inverso y más radical, de que cualquier ser humano, para desarrollarse en plenitud en todos los dominios propiamente humanos, necesita del apoyo de una familia y no solo ni principalmente por indigencia o debilidad, sino al contrario, en virtud de su propia grandeza o sobreabundancia de ser, que lo destina a entregarse (2).
Bien que mal, bastantes gobiernos han hecho eco a esta evidencia. Corren en muchos países nuevos aires para la familia. Si hasta hace poco era casi universalmente objeto de persecución, desde hace unos años esa actitud, ¡a veces tristemente agudizada, como en nuestro país!, convive quizás sin suficiente coherencia y con demasiadas ambigüedades con un intento no siempre logrado de revalorizar la institución familiar.
También en las empresas. Y no sólo porque las políticas familiares de la administración pública y algunas organizaciones privadas empiezan a primar a los directivos que haciendo más flexible los horarios, permitiendo el trabajo desde el propio hogar, incrementando las ayudas a la maternidad y a la paternidad!, adecuando los salarios al número de hijos, etc. facilitan la atención a la familia. Ni tampoco porque se han convencido de algo tan obvio como que cada uno de sus trabajadores, como cualquier ser humano en cualquier circunstancia en que se encuentre, lleva consigo su propia familia y por tanto que, a la larga y muchas veces a la corta, «rinde» más aquel que es feliz en el seno de su hogar. Sino porque, remedando de nuevo a Tuleja, están persuadidos de que esta forma de obrar es «la correcta».
A ellos me dirijo en las páginas que siguen, para fundamentar esa convicción y animarlos a proseguir por la ruta iniciada.
III. Naturaleza y función del trabajo
a) Trabajo y perfeccionamiento humano
No puedo ahora desarrollar lo que tantas otras veces he expuesto: que el ser humano sólo crece en cuanto persona en la medida en que incrementa y multiplica la calidad de sus amores, en la proporción en que ama más y mejor. Y que el ámbito más propio y específico de ese crecimiento es la familia.
Sí me gustaría apuntar que el medio más concreto y más a la mano para enseñar a amar bien, con auténtica pasión desprendida también en el seno del hogar, como después apuntaremos, es justamente el trabajo.
Illanes lo expone de manera muy sugerente: «Amar es querer al otro, desear y procurar su bien, compartir su querer, aspirar a formar una sola cosa con él. En un ser corporal e histórico en el sentido descrito el amor implica el trabajo, el esfuerzo por dominar la naturaleza y orientarla en beneficio y en servicio del amado. Es ese amor lo que, al implicarlo y provocarlo, dota al trabajo de sentido. La significación última y radical del trabajo no se capta en la mera relación hombre-naturaleza (aunque la presuponga), puesto que esa relación ha de ser situada en el interior de un haz de relaciones más hondo y radical: la relación de cada persona singular con las demás personas y con Dios. El trabajo es un momento interior al proceso de amar. El trabajo recibe su valor decisivo del amor que expresa, del que nace, del que se alimenta y al que se ordena» (3).
Pero cabe explicitarlo más. Por una parte, existe una muy estrecha conexión entre amor y trabajo. A menudo he expuesto, siguiendo a Aristóteles, que amar es «querer el bien para otro». Ahora añado que para que el amor sea pleno, ese querer debe resultar eficaz: esto es, ha de dispensar efectivamente a la persona amada lo que constituye el bien para ella. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera una más o menos determinada determinación de la voluntad que no culmina en obras. ¡Hay que lograr ese provecho o, al menos, poner todos los medios a nuestro alcance para conseguirlo.
Pero la gran mayoría de los bienes reales, objetivos y con frecuencia indispensables que podemos ofrecer a nuestros conciudadanos se obtienen gracias al trabajo profesional, entendiendo estas dos palabras en su acepción más dilatada. Por eso, de quien pudiendo hacerlo no trabaja en este sentido amplio, no cabe decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea pleno, cabal pues deja de otorgar a los otros unos bienes que podría y debería ofrendarles, contribuyendo de este modo a su mejora. Y por eso, porque en verdad logra el bien para la persona querida, suelo añadir que trabajar por amor es amar en plenitud, amar dos veces y aumentar por todo ello la propia valía y la consiguiente felicidad.
Como apunta Kierkegaard: «La perfección consiste en trabajar. No es como suele exponerse de la manera más mezquina, que es una dura necesidad eso de tener que trabajar para vivir; de ninguna manera, es precisamente una perfección eso de no ser toda la vida un niño, siempre a la zaga de los padres que tienen cuidado de uno, tanto mientras viven como después de muertos. La dura necesidad que, sin embargo, cabalmente refrenda lo perfecto en el hombre se hace precisa solo para obligar, a quien no quiere reconocerlo por las buenas, a que comprenda que el trabajo es una perfección y no sea recalcitrante en no ir alegre al trabajo. Por eso, aunque no se diese la así llamada dura necesidad, sería con todo una imperfección el que un hombre dejase de trabajar» (4).
b) Trabajo bien hecho e influjo de la familia
Queda bastante claro, entonces, que la elevación del trabajo a medio prioritario de perfeccionamiento humano y, en su caso, de santidad, no constituye una opción arbitraria o caprichosa. Es cierto que cualquiera de las actividades lícitas del hombre y de la mujer desde las lúdicas hasta las meramente fisiológicas pueden ser realizadas con y por amor. Pero constituye una verdad de mayor calibre y relevancia que el trabajo, por su propia naturaleza, se encuentra mucho más cercano al amor (y al bien que este persigue) que la mayoría de las restantes acciones: dormir, comer, pasear, hacer deporte o turismo
De ahí que, cuando se lo realiza con afán de servicio, compone una herramienta maravillosa del propio crecimiento y de la consiguiente dicha; mientras que si se hace por propio lucimiento, por afán de éxito o, en fin de cuentas, como medio exclusivo de afirmación del yo, produce efectos devastadores.
Aquí viene muy a pelo el adagio clásico que califica la corrupción de lo óptimo como pésima, y que suelo traducir de la siguiente forma: lo que no tiene categoría, lo que no pasa de mediocre, está inhabilitado tanto para el mal como para el bien de cierta envergadura. Por el contrario, quien es «grande» en el mal, por ignorancia o error o incluso por malicia, goza también de la posibilidad de sobresalir en el bien, como muestran, entre otros muchos, María Magdalena o Agustín de Hipona.
Aplicado a nuestro tema: justo porque el trabajo, realizado correctamente, engloba una enorme capacidad de adelantamiento, cuando se lo desvirtúa produce una fractura interior, un deterioro de la persona, que en muy otros pocos casos encontramos (por ejemplo, y por el mismo motivo, el inmenso crecimiento derivado de las relaciones íntimas realizadas por amor dentro del matrimonio o, en el extremo opuesto y con efectos contrarios y desoladores, en la unión sexual fuera de él).
En semejante ámbito, el de educar para un buen trabajo, la tarea de la familia se muestra indispensable. Y no consiste sólo en fortalecer la voluntad, creando hábitos de estudio, pongo por caso. Requiere sobre todo robustecerla con eficacia en su núcleo y acto más propio el de amar, enseñando a vivir la propia tarea y la formación que prepara para realizarla, no como medio de afirmación personal ni de adquisición egoísta de ganancias, sino como instrumento de servicio, como búsqueda real del bien para otro en cuanto otro, como vehículo del amor no solo en el futuro, sino en el mismo instante en que el chico o la chica estudian, por seguir con supuesto recién nombrado, y saben pongo por caso desprenderse de la matrícula de honor dedicando tiempo a un amigo que, gracias a esa ayuda, puede aprobar la asignatura.
Más allá de los ejemplos menudos en que la he concretado, Juan Pablo II ha expuesto esta verdad con claridad y firmeza: «La familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela doméstica de trabajo para todo hombre» (5).
A lo que cabría añadir un comentario sucinto pero esclarecedor. Me gusta decir, un tanto provocativamente, que la expresión «entregarse por completo al trabajo» u otras similares, aunque comprensibles, resultan inexactas e incluso expresan una realidad imposible: porque, como hoy ya bien se sabe, lo único capaz de «acoger» la sublimidad de una persona es otra persona.
El fruto de nuestra labor puede, sí, como enseguida veremos, recibir y transportar gran parte de nuestro ser, en la justa medida en que trabajamos por amor, y activamos todos los resortes de nuestra persona. Pero ni la obra de arte más sublime está capacitada para «aceptar» libremente aquello que le damos ni, por ende, para ser el sujeto terminalmente beneficiario de nuestra entrega (6). En consecuencia, como enseguida desarrollaré, el trabajo es siempre «lugar de paso» de nuestra actividad e intención más íntimas, y desemboca por fuerza en una o más personas: las de los demás (plenitud y dicha) o la de uno mismo (empequeñecimiento y decepción, cuando no depresión o incluso neurosis).
c) Amor, trabajo y «revolución» social
Por otro lado, siempre en la dinámica de la vida adulta, el trabajo compone el instrumento por excelencia para instaurar esa cultura del amor a la que tantos aspiramos. ¿Cómo y por qué? Antes que nada, porque las relaciones laborales gozan de una importancia primordial en el mundo contemporáneo, hasta el punto de conformar la trama más sólida de nuestra civilización. De ahí que modificar los nexos de trabajo equivalga, en definitiva, a transformar la sociedad.
¿Sonaría exagerado asegurar que tales relaciones se configuran hoy, en una porción considerable de los casos, como vínculos en buena parte egoístas, en los que predomina casi incontrastado el do ut des, primando de manera bastante notable el ansia de beneficios? No lo sé con certeza, pero tampoco importa mucho. Lo que sí querría dejar sentado es que, por sí mismas, las conexiones en torno al trabajo pueden convertirse en vehículo extraordinario de la donación cuasi universal de uno mismo.
¿Bajo qué condiciones? El requisito imprescindible y ya aludido es que dicho trabajo se encuentre realizado por amor, no en el sentido fácil y sensiblero que a menudo hoy se le atribuye, sino en el muy eficaz y real que antes sugería: la búsqueda del bien para otro, con frecuencia costosa. Aplicándolo a nuestro supuesto, se trataría de un trabajo que, sin excluir la justa y debida remuneración, persiga fundamental y sinceramente el bien para sus destinatarios. Entonces se establece como una auténtica entrega de nuestro yo.
¿Motivos? Prosiguiendo y perfilando lo que antes simplemente apuntaba, en circunstancias normales el fruto de nuestro quehacer intelectual o manual constituye una excelsa encarnación de la propia persona. Cuando el hombre termina bien su tarea, cumplidamente y hasta el fondo, poniendo en juego lo mejor de sí, hace reposar su ser más propio en el resultado de esa labor profesional, se expresa íntimamente a través de ella. El trabajo se configura, entonces, como exquisita cristalización de nuestro yo más noble: en él hacemos descansar lo más digno de nosotros mismos. Pero, entonces, esa actividad representa una clarísima posibilidad de donación universal del propio ser (que no «hacemos pesar», puesto que los destinatarios de nuestro bien ni siquiera nos conocen, y por eso el trabajo ha sido denominado, según veremos de inmediato, «el incógnito del amor»). Y gracias a
Familia empresa y trabajo